EL GRAN SALTO
- Luis Alberto Briatore

- 15 may 2021
- 5 Min. de lectura
Por fortuna, disponíamos de una gran cantidad de aviones monoplazas y tres biplazas a nuestra entera disposición, situación que posibilitó el avance programado del curso.
Comenzamos con una sucesión de vuelos donde pudimos aprovechar la experiencia de unos enormes instructores, incluidas diferentes enseñanzas extraídas de la guerra y aplicadas a los distintos patrones de vuelo, principalmente en táctica aire-tierra, tiro de armamento de guerra, y combate aire-aire.
El M-IIIC en combate aéreo presentaba mejores performances que sus primos: el M-IIIE y el M-5, detalle que favoreció el aprendizaje en un tipo de vuelo que tenía características muy diferentes a lo experimentado en otros aviones. Se trataba de combate en la vertical, donde una vez que apuntábamos con la nariz al cielo se perdía la noción de la ubicación en el espacio.
A medida que pasaban las horas al mando del espejismo, comenzamos a dominarlo, volándolo con soltura en una amplia gama de velocidades entre las altas cercanas, al transónico y las bajas, rozando la pérdida.
Gracias a esa óptima posibilidad, logramos la soltura necesaria, y nos constituimos en batalladores idóneos. Esa condición fue alcanzada debido a los cinco excelentes maestros del aire que dejaron su experiencia en cada alumno.
Por tratarse de aviones un poco más “viejos” que el resto de los Deltas argentinos, había que estar atento y muy afilado en la resolución de frecuentes emergencias; pero esa condición nos fogueó en la toma de decisiones desde un comienzo.
Aprender a volar en un avión con ala delta no es fácil. Poseen un perfil con características únicas, por algo se necesitaban quince horas de biplaza para no tener ninguna duda.
En la primera etapa del aprendizaje, los sentidos debían estar muy atentos para dominar un circuito de aterrizaje exigente. Me aproximaba muy rápido. Llevaba la nariz bien arriba dificultando la visión del peine en una pista que no estaba a nivel del mar, casi siempre con viento calmo y rodeado de un clima semidesértico con temperaturas elevadas; además, con un sistema de frenado de inferiores prestaciones al resto de los Mirages. Tanto con el circuito de aterrizaje, como en tierra con velocidad, había que estar muy atentos ante cualquier imprevisto.
Virtudes que impresionan: Acelera como una nave espacial pasando al supersónico con mucha facilidad. Asciende con postcombustión al estilo de un misil. Es estable a muy alta velocidad. Posee excelentes comandos en toda la envolvente de vuelo. Con velocidades intermedias el comportamiento en vuelo es idéntico al de cualquier otro avión.
Algunos detalles para tener un cuidado especial: En la baja velocidad hay que saberlo llevar. No es un avión para brutos, en lo que al uso de los comandos de vuelo se refiere. Al cerrar aplicando “G”, todos los movimientos deben ser progresivos, modalidad que permite percibir los avisos de negarse a continuar con la maniobra que estamos ejecutando. En esos casos, hay que ser obediente y aflojar; de lo contrario, terminaremos lamentablemente enroscados en un tirabuzón.
Las correcciones en el circuito de aterrizaje deben ser muy finas, y por nada del mundo dejar que la velocidad baje del límite estipulado por los instructores: 6º de nariz arriba y casi 90% de potencia son parámetros que lo dicen todo.
La técnica de flare o reestablecida es diferente a la de cualquier avión. Para colocarlo paralelo al piso, el movimiento debe ser marcado y con potencia aplicada. El avión llega a vibrar al detener el descenso a un par de metros del piso. En pista, no hay que descuidarse. Es necesario estar siempre atentos y vigilantes.
Veníamos muy rápido y disponíamos de poco tiempo de reacción ante un imprevisto.
Apenas comencé a combatir en el M-IIIC, percibí que estaba montado en un potro brioso, con un centro de gravedad diferente al de “los primos” y con quinientos litros menos de combustible interno. Esta combinación de factores lo hacía más inestable.
Siempre tenemos que ver el lado positivo. Si bien se debían guardar algunos cuidados, lo bueno es que corría con ventaja; luego de un cruce cabina con cabina, cerraba con un menor radio de viraje que el resto de los Mirages.
En la mitad del segundo año, sucedió algo magnífico, los cuatro tenientes más antiguos, luego de una rigurosa inspección, fuimos habilitados como “jefes de sección”, otra cucarda que nos permitía seguir acumulando importantes experiencias siendo todavía muy jóvenes.
Una despedida repentina
Luego de un par de años de disfrutar del bravo M-IIIC y de un increíble grupo humano, volvía una mañana desde Tandil, donde el escuadrón había participado en un operativo de combate con aviones de distinta performance, cuando llega a mis oídos la noticia de un pase interno a la Escuela de Caza como instructor de vuelo.
Debo confesar que, en lo personal, y en una primera instancia, tuvo un impacto negativo por todo lo que significaba abandonar el Escuadrón 55, el que me había enseñado tanto y en el que había formado una verdadera familia.
Pero, cuando creemos que algo malo nos pasa es sano apelar al sabio mensaje que proviene de esos tantos dichos populares que sirven para convencernos de que el cambio es para bien. En aquel momento, vino a mi mente esa famosa frase: “No hay mal que por bien no venga”. Y, realmente, fue así.
Mi próximo destino fue un lugar que me trajo una grata sorpresa en el campo profesional. Tuve la fortuna de formar parte de la prestigiosa Escuela de Caza-CB2, esta vez no como alumno, sino como “instructor de vuelo”. Se abrió, entonces, la posibilidad de enseñar lo mucho que había asimilado en años de una actividad aérea intensa y altamente productiva.
El paso por el Escuadrón 55 fue a puro valor agregado como piloto de caza, y también como persona. Alcancé a tener la visión completa del “deber ser” como guerrero del aire y lo hermoso que era formar una familia en un entorno aeronáutico. Mucho tuvo que ver el ejemplo recibido de aquellos enormes superiores malvineros, los que me dejaron un gran tesoro, e infinidad de enseñanzas que me marcaron un camino a seguir.
Todo ese enorme bagaje de vivencias y valores es algo que he aplicado a lo largo de una fructífera carrera militar, en la que logré realizarme y plasmar plenamente mi vocación junto a una gran mujer y a cuatro amados hijos.
Éste fue un punto de inflexión en esta increíble carrera. Llegué a comprender en plenitud que debía seguir a “Dios” para afianzar la Patria, pensar en la Patria para levantar un sólido hogar, y darme cuenta del papel preponderante que ocupaba un “hogar” formado en valores, donde mujeres y hombres cabales, aprendían a querer con pasión a la celeste y blanca.






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