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El vuelo más importante de mi vida

  • Foto del escritor: Luis Alberto Briatore
    Luis Alberto Briatore
  • 18 jul 2020
  • 9 Min. de lectura


Termina el 3º año de Cadetes y se acerca el gran desafío, sucedería lo soñado desde muy pequeño.  Una pasión y a la vez una prueba de fuego rodeada de incertidumbre, la que se transformaría en un riesgoso juego de todo o nada.

Los que aspirábamos a ser Aviadores Militares sabíamos claramente que un porcentaje importante quedarían en el camino,  un preocupante enigma para nuestras aspiraciones, corte muy doloroso que se produciría en los Cursantes  que no lograran alcanzar las exigencias mínimas impuestas en el Curso de Aviador Militar.

Luego de varios años de Cadete de una dura formación militar sin ni siquiera acercarnos un avión, nada estaba asegurado. Esta vez se presentaba la única oportunidad y el  esfuerzo debía ser extremo sin margen de error.

Daba comienzo el curso que nos permitirá lucir el Brevet de Aviador Militar. En una misma línea se encontraba la promoción más grande en la historia del C.A.M.,  91 Cadetes del Escalafón Aire, entre ellos un puñado de extranjeros, todos pertenecientes a la Promoción 47.

El estudio no era mi fuerte, pero en esta ocasión el incentivo era demasiado importante y debía sacar fuerzas para dar lo máximo por lo que siempre soñé, volar.

Nunca había tenido la oportunidad de subirme a un avión, ni si quiera a uno de línea. Fue recien en el vuelo de bautismo, como bípedo en el 1º año de Cadete cuando recién pude saborear en unos pocos  minutos de vuelo, los que tuvieron sabor a poco, esa fascinante sensación.

Los aviones con los que soñábamos volar, en contadas oportunidades pasaban sobre nosotros.  Al escuchar el sonido de un motor rugir en el aire, interrumpíamos lo que estábamos haciendo y desesperadamente salíamos a disfrutar furiosos pasajes de aviones de combate, potentes máquinas voladoras que representaban el futuro.

Por fin llega el momento, poco antes de iniciar el curso fue cuando recién pude tomar con mis manos la palanca de comandos y el acelerador del Mentor, oportunidades en las que sentí una sensación insulsa, faltaba el vital aire que abrazara unas brillantes alas metálicas, todo giraba en torno de un mundo imaginario el que esperaba con ansias pasar uno real.

Por aquellos días los consejos volaban como aviones de papel alrededor de nuestra cabeza. Uno de ellos decía: “Antes de subirnos al avión, no existe posibilidad de dominar a la máquina si no conocen perfectamente cómo funciona cada sistema”. Luego, había que poner énfasis en los procedimientos que permiten operarlo en condiciones normales, memorizar los parámetros a respetar en las maniobras, y por último, recitar como una poesía cada paso de las diferentes emergencias, salvadoras de vidas ante cualquier falla.

Situación perfectamente resumida en otra sabias frases: “Lo que no se aprende perfectamente en tierra, difícil que lo puedas ejecutar con seguridad una vez que estemos en vuelo”, y otra: “Cada hora de vuelo, lleva muchísimas horas de practica en tierra sentado en la butaca de un avión imaginario”.

Ambiente que llevaba a tomar conciencia de la verdadera magnitud en el conocimiento que debíamos alcanzar antes de introducirnos en la cabina del B-45.

El Instructor de Vuelo era considerado como a un semidiós. Anotábamos cada palabra salida de sus labios como si se tratara de un dogma de fe. Al emitir un simple concepto, buscábamos descubrir los secretos y diferentes tips que revelaran distintos enigmas en el intento desesperado de “aprender a volar”.

Recuerdo que durante los recreos, luego de las clases relacionadas al vuelo, estos maestros del aire relataban anécdotas. Extasiados en un perfecto semicírculo y en silencio, escuchábamos atentamente, al mismo estilo del  niño no quiere perderse detalle de esas hermosas historias que cuenta el sabio abuelito. Cada frase era considerada sagrada y de posible utilidad en un cercano futuro con alas.


El día que comencé a sentirme Piloto

Una de los hechos que más recuerdo en ese decisivo año, sucedió alejado del avión. Me encontraba haciendo una fila en una galería estilo colonial, a la espera de ingresar a un enorme depósito logístico o militarmente llamado barraca. Por sorpresa, en ese extraño sitio comencé a sentirme Piloto de verdad, ¡y eso que aun no había logrado despegar los pies del piso!

Al abrirse una puerta enorme de madera, ¡de repente escucho! Pase Cadete Briatore”. Luego de firmar unas planillas, indicaron que espere frente a un alto y antiguo mostrador. A los minutos recibiría todas las herramientas que harían posible entenderme con el cielo una vez que comenzara el vuelo.

Ante la pregunta de cuál era mi talle, en cuestión de segundos recibí un hermoso traje de gala que usaría para volar, se trataba del primer añorado buzo de vuelo, su color era de un verde no muy oscuro, y tenía la particularidad de contar con infinidad de bolsillos con cierres metálicos. Al indicar cuanto calzaba, recibo de inmediato una caja con unos brillantes borceguíes marrones con punta protectora de acero, los ojos brillaban tanto que encandilaban, y la lista de regalos seguía; un par de guantes de cuero, computador de vuelo Jeppesen, compas wind, regla plotter, lápices grasos rojo y azul, una hermosa cartera de navegación en cuero crudo, varias cartas de vuelo visual en colores y como broche final, un estupendo reloj con cronómetro bien aeronáutico ¡Como si fuese el mejor “Día del Niño” de mi vida!

Momento que puedo considerar como único, en el que alcancé la felicidad plena.

Tenía en mi poder la armadura de caballero del aire, solo faltaba que diera comienzo el Curso de Aviador Militar.  Este recordado hecho ofició de acto simbólico en los primeros pasos de un aspirante a Piloto, el que potencio la obsesión y ansiedad por comenzar a volar.


El tren pasa una sola vez

Perfectamente consciente que existía una sola oportunidad y no podía desperdiciarla. Estudiaba todo el santo día como nunca en la vida lo había hecho. Sin pausa, cada momento libre machacaba y machacaba, no importaba la hora ni el día. Recitaba los procedimientos y emergencias de memoria, lo hacia una y otra vez, hasta llegar a saberlos como el Ave María.

Los consejos seguían cayendo como gotas de lluvia alrededor de los Cursantes, uno de esos tantos decía: “Los nervios típicos de un Piloto novato, los errores que aparecen fruto de la inexperiencia, el sonido del motor a pistón que invade la cabina, la pesada presencia del Instructor en el puesto trasero y algunos detalles más, eran los principales motivos que dispersaban la concentración necesaria para volar. La única medicina para neutralizar este preocupante mal, consistía en dominar totalmente  y sin fisuras el conocimiento teórico indispensable en el arte de volar”.

Inmersos en el estrés que lleva en el interior un principiante, debíamos encontrar la manera de poder calmarnos una vez dentro de la pequeña cabina metálica, ¡tarea para nada sencilla! Único camino si aspirábamos a pilotear con éxito y soltura el legendario Mentor.

Sobre una fuerte silla de madera, sentado cómodamente en el baño, reposando en la cama y en cualquier otro escenario virtual que permitiera estar ambientado para concretar un vuelo imaginario, creábamos en la mente situaciones en las que repetíamos procedimientos de memoria una y otra vez. Accionaba interruptores imaginarios con ambas manos, memorizaba conocimientos y movimientos que de a poco se iban tatuando en un cerebro que progresivamente se había convertido en aeronáutico.


Llegaba la hora de la verdad

El ambiente y la forma de trabajar había cambiado abruptamente, el aire que se respiraba era totalmente diferente. Sin darnos cuenta, comenzamos a vivir los primeros esbozos de una actividad operativa con códigos distintivos, modalidad de trabajo que afortunadamente nunca más abandonaríamos.

El Grupo Aéreo Escuela era el lugar donde preparábamos cada vuelo e interactuábamos con los Instructores en un diálogo constructivo y enriquecedor.

Los Cursantes estábamos distribuidos en 2 Escuadrones y a su vez, cada uno en 2 Escuadrillas y estas formadas por 5 Pelotones con su respectivo Instructor, del que dependían 4 inexpertos Cursantes.

La actividad diaria comenzaba siempre de la misma manera. Bien temprano tenía lugar una presentación formados saludando al Jefe de Escuadrón, luego pasábamos al aula donde sentados por Pelotones, un Instructor magistralmente exponía el briefing del día.

El inicio de la clase tenía lugar con una ingeniosa introducción que incluía un ocurrente llamado de atención, también incorporaba algún pasaje relatando un hecho divertido sucedido en vuelo. Técnica pedagógica que buscaba romper el nerviosismo que invadía a los novatos Pilotos. Acto seguido, apelando a la memoria de los atentos cursantes, y de manera aleatoria, repetíamos cada paso de la emergencia que había dado origen a la exposición. 

La exigencia era de tal magnitud que estábamos preparados para rendir un examen a diario.  Con el tiempo entendimos que este interesante ejercicio de estar tan afilados en los conocimiento, incentivaba a las agotadas neuronas para que dieran lo máximo. No podíamos dejar de estudiar si deseábamos alejar el fantasma de la separación de vuelo, el que desde un comienzo del curso, siempre estaba merodeando y al acecho.

El esfuerzo no era en vano, el desempeño durante este trascendente año definiría el destino de preferencia una vez finalizado el Curso de Aviador Militar.

La actividad que íbamos desarrollando guardaba íntima relación con una perfecta planificación, todo se ejecutaba por una determinada razón, donde la palabra capricho no existía.

Por fin llegaba el momento tan esperado, volar el patrón de pilotaje. En solo 15 horas de vuelo debíamos estar listos para rendir la inspección, uno de los obstáculos más difíciles a vencer de todo el curso, ¿Porque? Para entenderlo utilizaremos otra de las tantas frases que escuchaba esos días por los pasillos del Grupo Aéreo: ¡Si a una vaca le damos 100 horas de vuelo, seguramente va a saber despegar y aterrizar sin ningún problema!

La diferencia principal con respecto al conocido rumiante, consistía en que debíamos lograrlo en muchas menos horas, y bajo un alto nivel de exigencia.

Despegar y aterrizar solos, saber qué hacer cuando el motor deja de funcionar y no ser peligrosos en las maniobras consideradas básicas,  eran los principales puntos de esta crucial etapa a superar.  El que no llegaba al nivel exigido, no aprobaba, le asignaban un par de horas de repaso, y si no rendía bien en la última instancia con el Jefe de Escuadrón, con mucho dolor, el Cadete queda separado de vuelo. Hecho lamentable, al que nadie quería llegar.


¡Un debut en el Mentor que fue inolvidable!

¡Cómo olvidar ese soñado momento! Figuran Nº1 en el plan de vuelo, fue a primera hora de la mañana, cuando el sol recien comenzaba a subir por el horizonte. Un cielo totalmente despejado en la culminación del cálido verano cordobés. Sentía a la vez nervios e incertidumbre. Debutaba tratando de comandar una aeronave con mis propias manos, desafío y enigma, unidos en un mismo acto.

En el primer vuelo todo cuesta. Buscar la manera de sentirnos cómodos en la cabina, tratar de no rodar torpemente, evitar mal uso de los frenos, aprender a comunicarnos por radio e infinidad de detalles que a fuerza de equivocaciones de a poco iban mejorando.

Poner en marcha fue un hecho novedoso y ante la falta de costumbre, sentir el motor provocaba un efecto perturbador.

Por fortuna tenía un apuntador de lujo en el puesto trasero, el que por única vez soplaba todo lo que el Cursante se olvidaba.

En cabecera con motor a pleno y al dejar de presionar los frenos, sentí que los 205 caballos de fuerza, el Mentor rompía inercia como un toro. Conmovido por una rápida aceleración, el potro salvaje comenzó ganándome la pulseada,  abusando ante la falta de experiencia de su inexperto jinete.

El despegue lo hice como pude, recorriendo la pista con un suave viboreo, comprobando la efectividad de los timones en esta fase crítica.

Una mente turbada trataba de aplicar algo de todo lo que había practicado hasta el cansancio, ¡y pasó lo inevitable!

Estaba saliendo del cascarón, al sacar la cabeza tuve que enfrentarme a un mundo que nunca había vivido, situación que puedo definir como de confusión total.

Cuando las ruedas abandonaron el piso, fue un shock, distante del vuelo que tanto había soñado trataba de superar el momento. Costaba encontrar los instrumentos, apenas podía espiar el paisaje, no llegaba a percibir que era lo primordial a observar.

Los minutos en el aire comenzaron a correr. Como el cóndor en su primer vuelo, reconocí que al mover las alas, estas respondían a las intensiones de lograr sustentarme y maniobrar en el cielo. Lentamente la dosis necesaria de confianza comenzó a aparecer y todo fue fluyendo de manera natural. 

La primera salida del nido sirvió para percibir las nuevas sensaciones. Al batir las alas el pájaro de metal comenzó a trepar, bajando un plano pude virar, y de a poco el cerebro reconocía la manera de alcanzar cada movimiento.

Con más tranquilidad, mientras surcaba el firmamento, logré sacar por fin la cabeza de los instrumentos, comencé a disfrutar cada movimiento en el aire, comenzando a sentir la más pura sensación de libertad.

En altura maniobraba siguiendo el principio de acción y reacción, ante la fuerza ejercida sobre cada comando de vuelo el Mentor, este respondía obedientemente. Experimentaba la subordinación de la maquina al hombre, en momentos que la  alegría interior sin darme cuenta,  iba transformando el alma en aeronáutica para siempre.   

Hasta este día jugué a que volaba, lo había hecho en una cabina fría de un avión falto de vida. Esta vez todo había cambiado, el motor era el corazón, el Piloto el alma que lo gobernabay los comandos obedecían mis impulsos, transformándose en una extensión del cuerpo.


Ni bien despegamos pusimos rumbo al sector, el que tenía como centro al monumento de una mujer apasionada por la aviación, Myriam Stefford. Mausoleo enorme, de 82 metros, más alto que el obelisco, el que se veía muy fácilmente desde el aire.

Ese día aprendí que era un sector de vuelo. Se trataba de una enorme aula, ingeniosamente construida en el mejor lugar para practicar movimientos con la mayor libertad, el aire. La forma que presentaba era ideal, un cubo  imaginario gigante, con paredes transparentes que eran imposibles de chocar. Los límites astutamente marcados, se encontraban en el terreno, con referencias muy fáciles de ubicar.


Enfrentaba un mundo nuevo donde lo imaginario se había transformado en real.

El debut en el aterrizaje, podríamos describirlo como que fue ejecutado por un eficiente piloto automático. Al momento de intentar posar al B-45 de la manera más decorosa, aparece la mano del experimentado Instructor, logrando que las ruedas del Mentor color aluminio acaricien el asfalto.

El porcentaje de humedad corporal de un buzo de vuelo empapado, era directamente proporcional a la alegría que invadía el espíritu. No era para menos, cumplía una obsesión de toda la vida, esto recien comenzaba, en el exigente y apasionante arte de volar.

En 7 cortos días nos vemos!!!



 
 
 

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