Un recordado vuelo solo, con bautismo incluido
- Luis Alberto Briatore

- 30 ene 2021
- 5 Min. de lectura
Luego de superar la prueba de fuego más importante de mi vida, como lo fue la inspección de pilotaje, me encontraba en condiciones de dominar al B-45 Mentor. Era el momento de volar en soledad. En la vida como pilotos existe esa primera vez en que debemos realizar solos ese vuelo inicial. El tradicional “vuelo solo”.
Sin tiempo para pensar mucho, cada cursante debía elegir un indicativo de vuelo y también un padrino, el que estaría a cargo de dicho bautismo.
Éste es otro de esos momentos que nunca podré olvidar. Un momento para reflexionar.
A partir de este hecho, la presión ejercida sobre el alumno va cediendo de a poco, y da lugar a un merecido festejo entre compañeros. Todo es más particular y distendido. Es el tiempo en que se comienza a vislumbrar esa relación especial que existe entre los colegas.
Luego de quince trabajosas horas de vuelo, era el turno de hacerlo todo solo, sin la presencia del instructor en el asiento trasero. Éste es un hito que se repite de la misma manera desde la primera generación de aviadores militares.
Fue el 7 de mayo de 1981. ¡Cómo olvidar esa fecha!
El día se presentó sin nubes y todo indicaba que las condiciones eran óptimas para el vuelo. Los cursantes, finalizado el briefing general, salimos por tandas, custodiados por un B- 45 Mentor que orbitaba en las alturas, al que llaman con un acertado nombre: “Ángel”. Tenía la importante tarea de cuidar desde el primer despegue y hasta el último aterrizaje, a los noveles pilotos que permanecían en el aire.
Llegamos hasta el avión junto al instructor, al mejor estilo de un padre que acompaña a su hijo. El maestro ayudó a colocarnos correctamente los arneses, chequeó que todo estuviese bien y nos despidió con una palmada antes de ponernos en marcha.
Al comenzar a girar la hélice, el aroma a combustible casi dulce invadía la cabina. En ese día tan particular, olía distinto. Era la soledad que cambiaba la percepción de las sensaciones y que, sin duda, agudizaba el trabajo de nuestros sentidos.
Disponíamos de cuarenta minutos para disfrutar, por primera vez, de la libertad en vuelo. En un tiempo acotado, dibujaríamos en el cielo un par de series con distintas maniobras acrobáticas. Al volver, haríamos algunos circuitos alrededor de la pista y, por último, el aterrizaje final.
Una vez en el aire, el silencio en el intercomunicador fue un motivo de gran festejo. La ausencia de una voz que, permanentemente, nos daba indicaciones, hacía más placentero el vuelo. En esta oportunidad, por fin nos encontrábamos solos: el pájaro de metal y esta alma deseosa de gobernarlo.
El cielo se podía disfrutar de una manera más placentera. Cada movimiento en el aire tenía otro valor. Comenzaba a saborear una sensación nueva y atractiva al mismo tiempo, llamada sabiamente: “libertad”.
Una vez en el sector de vuelo, comenzamos a revolcarnos en el aire. Disfrutaba cómo la fuerza “G” adhería el buzo a la piel de un cuerpo fibroso buscando la creatividad.
Luego de elegir la ruta a Alta Gracia como referencia sobre el terreno, comenzó el show dirigido a un público invisible, el que colmaba por completo el firmamento. Toneles, rizos, ocho cubanos, inmelmans y hojas de trébol se sucedían uno detrás de otro. La salida a cada maniobra era perfecta, manteniendo frente a la nariz del Mentor el camino elegido.
Aunque el instructor había quedado en tierra, ya no me sentía solo. Cada movimiento era charlado y consensuado, intercambiaba opiniones y mantenía una fluida comunicación en voz alta con mi confidente y fiel amigo: “el Mentor”. Estaba ante la prueba irrefutable de lo que alguna vez escuché y que entonces no había creído, pero que es real: ¡los aviones tienen vida!
Como lo bueno se termina rápido, sin darme cuenta, había llegado el momento de volver a casa. En proximidad de la pista, una invasión de pilotos que volaba en solitario, le daba un toque distinto y le ponía vida al paisaje serrano. Con la máxima concentración posible, busqué mantener con exactitud cada parámetro y traté de dibujar un circuito perfecto, haciéndole caso a una de las tantas frases de advertencia, que decía: “¡No vaya a ser que la ausencia del instructor en el puesto trasero sea un motivo para relajarse y cometan alguna macana!”.
Nada fue así en mi caso, ya que prestaba atención a cada detalle de los tantos que componen el vuelo, y agudizaba los sentidos en la aproximación al aterrizaje y al toque final, buscando que éste fuese perfecto.
Posadas las tres ruedas del Mentor sobre el cemento sin inconvenientes, al salir de pista y, mientras iba rodando en aproximación a la plataforma, observaba a lo lejos a una multitud que esperaba cumplir con el rito repetido por décadas. Hasta ese momento, no había sido consciente de que estaba frente a una de las primeras tradiciones aeronáuticas que viviría en mi carrera.
La marcha se detuvo abruptamente cuando el mecánico cruzó los bazos unos metros delante del Mentor. Corté la mezcla de combustible y el sonido del motor desapareció; en su lugar, comencé a escuchar una agradable y reconfortante melodía: los gritos desaforados de unos bulliciosos cadetes que agitaban una lona circular y me incitaban a bajar. Lo estaban haciendo delante del ala izquierda del B-45. Los más audaces, golpeaban el borde de ataque y con cánticos guerreros intimaban a que moviera las manos.
Liberado de los arneses, finalmente abandoné la cabina, y luego de apoyar los borceguíes sobre el ala, salté en un perfecto clavado planeando al centro del paño blanco. De allí en más, fue dar vueltas y vueltas, al mejor estilo de un panqueque en una sartén caliente. Al volar por el aire, escuchaba los mejores acordes para ese inolvidable momento. Se trataba de la solemne Diana de Gloria, ejecutada magistralmente por la Banda de Música y Guerra de la Escuela de Aviación Militar.
Fue un espectáculo digno de disfrutar. Un instante en el que fue imposible contener la emoción y recordar en un flash todo lo que me había costado llegar a ese feliz momento. Inolvidable.
Luego de unos segundos de flotar en el aire, siguió la parte más complicada de superar. Todos mis compañeros en simultáneo y, mientras yacía desparramado en el piso sobre la lona, me expresaban su amor de maneras ocurrentes; algunas de ellas, no muy ortodoxas.
Superado un huracán de manos que palmeaban un cuerpo exhausto, pude incorporarme, y ahí entonces, llegó la hora de expresar afecto del verdadero. Cálidos y fuertes abrazos mezclados con arengas de aliento, coronaron un sentido y recordado festejo que perduró en mí para siempre.
Para cerrar la clásica ceremonia, traen una gran copa tipo trofeo, similar a la entregada al campeón de un importante torneo de fútbol u otro deporte. Es un recipiente enorme lleno de fresco y burbujeante champagne. Del borde superior sobresalía el palo de una brocha de considerable tamaño. En la base de una madera oscura perfectamente lustrada, aparecían pegadas pequeñas placas de bronce con cada promoción, ubicadas en una cronología perfecta; por aquellos días, de la 1 hasta la 47, con la respectiva fecha de cada vuelo individual.
Frente al solemne cóndor del Grupo Aéreo Escuela, los cadetes pasaban de a uno por vez junto al padrino, quien previo al bautismo, había colocado el pañuelo color bordeaux en un cuello desnudo y el escudo del Curso de Aviador Militar en el brazo derecho.
Con la rodilla derecha, firmemente apoyada en el piso, y sacando mucho pecho, una brocha pesada por estar empapada, caía una y otra vez sobre mi cabeza. Con el rostro totalmente humedecido, el padrino cumple con la fórmula de rigor, pronunciando en voz bien alta el indicativo de vuelo. Con un fuerte abrazo paternal y el posterior saludo a las autoridades de la Escuela de Aviación Militar, culminó esta recordada y hermosa ceremonia, la primera de muchas más que estaban por venir.
Una foto eternizó ese gran momento y, luego, hubo un sencillo ágape, con el que finalizó uno de los hitos más memorables en la carrera de un Aviador Militar de la gloriosa Fuerza Aérea Argentina.






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