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🇦🇷UNA DESAGRADABLE E INESPERADA SORPRESA🇦🇷

  • Foto del escritor: Luis Alberto Briatore
    Luis Alberto Briatore
  • 31 jul 2022
  • 9 Min. de lectura


 

Aproximando con viento calmo y una temperatura elevada en pista, manteniendo parámetros correctos y una pendiente de descenso que se dirigía directamente a la zona de frenado (tramo anterior al peine de unos 300 metros de asfalto), seguí bajando hasta llegar a unos tres metros del piso, lugar donde marqué el movimiento de la reestablecida, “flare” en inglés o “rondí” en francés.

El variómetro se detuvo abruptamente, quedando el delta paralelo a la pista, instante en el que reduje a ralentí. De inmediato, la falta de empuje, hizo que el M-IIIC pierda sustentación posando las rudas sobre el caliente concreto. El toque fue suavemente y en el peine, con unos exactos 160 nudos / 300 km/h.  

Una vez en tierra firme, y con el objeto de perder velocidad  rápidamente, tiré con la mano izquierda y de manera decidida, la palanca del paracaídas de frenado. Esperé por un momento la típica desaceleración en el cuerpo ¡y no sucedió nada!

Percibí, en ese preciso instante, que este elemento vital que permite bajar rápidamente la velocidad en la carrera de aterrizaje se había volado, algo habitual en el M-IIIC.

El aterrizaje fue corto y a una buena velocidad, ambos motivos más que suficientes para decidir quedarme en pista y no dar motor.  

Como lo señala el procedimiento de aterrizaje sin paracaídas, de inmediato coloqué 12º de nariz arriba (el límite son 17º porque tocan las aletas de tobera del motor). No hacia más que aplicar al pie de la letra lo que dicen los libros acerca de un correcto frenado aerodinámico, por lo que el triángulo levantó la nariz decididamente enfrentando al viento relativo, actitud que produjo un frenado inicial de mucha efectividad.

 

 

Cuando sucede algo inesperado

 

Al llegar a los 120 nudos / 222 km/h, aflojé la presión de palanca atrás, bajando la rueda de nariz, y me paré sobre los frenos, siguiendo el procedimiento para estos casos, ¡pero pasó lo peor!

Al apoyar los borceguíes con toda la fuerza sobre la punta de ambos pedales, sólo fue efectivo el freno izquierdo. El pedal derecho se hundió hasta el fondo, sin efectividad alguna. Esta inesperada desimetría en el frenado, provocó un rápido giro de 15° hacia el lado izquierdo.

La nariz del avión apuntaba directo al campo arenoso e irregular ubicado entre la pista y la calle de rodaje. A esa altura de la situación de emergencia, vislumbré, con preocupación, una veloz y riesgosa salida de pista.

No mantener las ruedas sobre el concreto por cualquier motivo con alta velocidad es extremadamente peligroso; más aún, si se trata de una superficie no preparada, a la vez arenosa y blanda, donde puede pasar cualquier cosa.

 

Momento de pura desesperación

 

Al sentir que el pedal derecho no frenaba absolutamente nada, dejé de presionar el izquierdo, mientras intenté, con desesperación, accionar sólo el que no era efectivo, tratando de corregir la trayectoria.

Al mismo tiempo, coloqué todo el comando de alerones hacia la derecha, intentando modificar la deriva aerodinámicamente, ante un insuficiente flujo de aire en los comandos, no logré mucho, por cierto.

Sin perder tiempo, le tiré un manotón al interruptor del sistema antibloqueo de frenos, anti-skid o ministop, como es llamado en el Mirage, desconectándolo (esto provoca la anulación del mismo, ante una posible falla de este vital componente en el sistema de frenado).

Todo transcurrió en milésimas de segundos, mientras el avión corría hacia la inexorable y riesgosa salida de pista.

Por última vez, presioné nuevamente sólo el pedal derecho, sin lograr efecto alguno. ¡La situación era en extremo comprometida e incierta!

 

Estado de situación

 

Hasta ese momento, todas las acciones lógicas que había ejecutado habían sido inútiles:

 

- El freno derecho no tenía efectividad. No disponía de ninguna  ayuda que me permitiera alinear al avión con el sentido de pista.

- En frente de mí, lo que menos veía era pista, y soy sincero si afirmo que no tenía muchas ganas de ir de paseo a campo traviesa, en una superficie arenosa con un Mirage que venía rapidito y negándose a frenar.

 

Esta secuencia de acontecimientos transcurrieron en un lapso muy corto donde todo fue nerviosismo, porque en ese final incierto corría riesgo mi vida.

Soy un estudioso de las emergencias; pero ésta, en particular, no figuraba en ningún libreto leído con anterioridad. Tampoco en el aporte de un sabio consejo. En una revisión rápida de mi software mental, no aparecía la solución a este grave problema. Apelando a una frase popular, podría afirmar que:   “Se me habían quemado todos los papeles”.

Pero, cuando parece que todo está perdido, es cuando surge el instinto de supervivencia, ése que jamás se rinde, el que aparece como último recurso, dando rienda suelta a “la creatividad”, en un enigmático a cara o cruz.

 

Maniobra de último recurso

 

En la aviación, suceden muchas emergencias donde la solución no aparece escrita en ninguna bibliografía. Se trata de una zona gris en la que se recurre a soluciones de compromiso.

En situaciones límite, los pilotos hacen uso del conocido sexto sentido; es ése el último cartucho disponible.

¿Cómo se hace? Es un instante, un segundo apenas donde se apela a todo lo que se acumula en las espaldas: la experiencia y, algo innato, el sentido común, el que nos permite llevar a cabo acciones instintivas en las que no hay términos medios. Algunas salen bien; y otras, no tanto. Normalmente, aplicamos el criterio del mal menor. Lo importante en estos momentos es disminuir los efectos negativos. Siempre se busca, principalmente, preservar la vida, que es valiosa, mucho más importante que cualquier fierro, que en el peor de los casos, se cambia o se repara.

Recapitulando entonces, me encontraba aún con las ruedas sobre el firme concreto, sin poder corregir la trayectoria, buscando volver al eje de pista, sin lograrlo.  

Como siempre sucede, nuestra patrona, la Virgen de Loreto, mediante un susurro celestial en el oído, nos proporciona una ayudita o maniobra salvadora. ¡Eso fue lo que ocurrió!

Ya estaba muy jugado, sólo quedaba un sistema de frenado sin utilizar hasta ese momento. Se trataba de uno que nunca falla. ¡Por suerte, de la galera salió un conejo!

Instintivamente, llevé con rapidez la mano diestra al pedestal lateral derecho, tirando con fuerza una manija en “T”, de color amarilla con rayas negras. Accioné el freno de estacionamiento o parking, mientras que con la izquierda corté el motor con un movimiento enérgico a la vez, evitando una posible ingestión. 

¡De manera inmediata, logré lo que estaba buscando! Ambas gomas del tren principal reventaron gracias a esta acción, lo que disminuyó, abruptamente, la velocidad frenética a la que avanzaba este guerrero supersónico en problemas.

Fruto de la inercia provocada por la desaceleración de un frenado repentino y brusco, con ambas masas de metal incandescente y totalmente bloqueadas, mi cabeza pegó un chicotazo hacia adelante. Por fortuna, cumpliendo con la lista de procedimientos, había trabado los arneses en vuelo, en el obligado control de descenso. Este conjunto de correas verdes,  sujetadas por el seguro de inercia, contuvieron el peso muerto de mi cuerpo para detener en seco el impacto de mi rostro contra el cabezal de la mira (caja de metal que sobresale de la visera superior del panel principal de instrumentos, ubicada frente a mis ojos).  

Esta pesadilla parecía no terminar más. La torre de vuelo observaba una humareda originada en el tren de aterrizaje principal, la que en determinado momento disminuyó al producirse el reventón de ambas cubiertas.

Atónitos ante lo que estaban viendo, y sin llegar a entenderlo, tanto el controlador de tránsito como el director de vuelo, contemplaban cómo el bólido se iba desacelerando rápidamente con llamas que se desprendían del tren de aterrizaje.

Al advertir que el Mirage se encontraba en emergencia, la reacción inmediata hizo que mediante la activación de la alarma, los servicios de apoyo se pusieran en alerta, prestos a intervenir en un acontecimiento de esta naturaleza.

Con las ruedas totalmente bloqueadas, el  grueso caucho se consumió rápidamente. Ambas Michelin con maya de acero y tarugos de plomo, que se derriten con alta temperatura, no demoraron en explotar. Primero, lo hizo la izquierda y, luego, la derecha; acompañado por el característico sonido que fue escuchado por el personal que circulaba, casualmente, por la plataforma de la IV Brigada Aérea, los que giraron la vista, de manera instintiva, hacia el M-IIIC humeante que parecía abandonar la pista.

El noble Delta se arrastraba sobre  las masas metálicas boqueadas.

Al reventar la primera cubierta, se produjo un desplazamiento lateral. Yo sentía estar patinando de costado con una notable deriva. La nariz no coincidía con el eje de movimiento. De allí en más, el avión hizo lo que quiso; aunque, por suerte, no podía haber reaccionado mejor.

A su propia voz de mando, y gracias a que las gomas no reventaron simultáneamente, el M-IIIC corrigió el sentido de desplazamiento hacia el lado correcto, volviendo casi al rumbo de pista y, lo más importante, desacelerando, rápido, esa pesada masa de metal. En su interior, se hallaba quien escribe, un poco nervioso, el que a esta altura de las circunstancias, no lograba detener el temblequeo de sus piernas.

Luego de pasar por tantas historias de combate real, de un pasado guerrero heroico, el Mirage merecía seguir viviendo dignamente, ¡y por fortuna, fue así!

Apaciguada su furia, el Delta, manso y sereno, dejó de raspar el duro concreto y detuvo su marcha totalmente en medio de un silencio total.  

El desplazamiento accidentado finalizó sólo a centímetros de una banquina desgranada, superando apenas la línea de balizas, saliendo un par de metros de la pista. Por suerte para esta noble flecha supersónica y para mí, pudo evitarse un daño mayor.

El avión quedó exhausto, con sus venas vacías de combustible e hidráulico. Permaneció estático. Las patas del tren principal despedían un humo negro y denso. Los pedazos de caucho en una de las cubiertas principales comenzaron a prenderse fuego, lo que pasó a ser un problema preocupante, a partir de ese momento.

¡Había que abandonar la cabina de inmediato! Con el humo que comenzaba a envolver al M-IIIC, yo no podía esperar la llegada de los bomberos. Ante la posibilidad de que el fuego se extendiera al fuselaje, sin dudarlo, giré la hebilla central quedando libre de correajes, para luego destrabar la cúpula y apoyar los pies sobre el asiento eyectable.

Sin sacarme el casco, y desde las alturas, parado sobre el borde de una elevada cabina, salté al lejano piso y, afortunadamente, caí sin daño alguno.

Los valientes bomberos llegaron en momentos en que me alejaba como podía. Me dirigí bien lejos del avión, para buscar la salvación definitiva luego de aquellos eternos minutos de lucha a pura adrenalina.

A una distancia segura, me saqué el casco, tenía la cabeza empapada. Desparramé mi cuerpo sudado y exhausto sobre el concreto. Por unos instantes, permanecí boca arriba y con los brazos en cruz. La mirada se encontraba en off, clavada en dirección al cielo mientras buscaba la paz que necesitaba.

Tirado en el suelo, ya más tranquilo, mientras disfrutaba del “reposo del guerrero”, giré la cabeza a ras del piso y contemplé, todavía temblando, a mi fiel compañero, el M-IIIC, matrícula C-709, que allí estaba, estoicamente parado. Con alegría por salvarse de ésta, me guiñó un ojo. No era para menos. ¡Ambos vivíamos para contarlo!

Juntos éramos una dupla inseparable. Y ahí estábamos, disfrutando de estar con vida. Por fortuna, el fuego, único peligro latente, había sido extinguido con eficiencia, en pocos minutos.

Aliviado del trance, sólo evidenciaba signos de agotamiento, generados por el estrés “pre y post” accidente. Mientras la ficha iba cayendo acerca de lo sucedido, ingresaba al obligado momento de reflexión.

Con la única neurona en servicio que me quedaba, logré elucubrar un pensamiento básico: ¡Estaba ileso, después de todo! ¡Había que festejar, habría “Cacho” para rato! (Apodo con el que me llamaban en la Fuerza Aérea, sin que mis padres lo supieran).

 

¿Cuál fue la causa?

 

Luego de un accidente, tiene lugar una exhaustiva investigación a cargo de la Junta Investigadora de Accidentes, la que emite una resolución determinando la o las causas de la falla. En este caso, el inconveniente fue adjudicado a un defecto del material específicamente, al sistema antibloqueo de frenos, conocido en el ambiente aeronáutico con el nombre “anti skid” o ABS en los automóviles.

Este sistema que permite controlar la velocidad de rotación de las cubiertas consta de un dispositivo que adapta cualquier variación en la velocidad de alguna de las ruedas, mientras el avión se encuentra frenando, lo que optimiza la efectividad de esta acción. Fue dicho dispositivo que, ante el mal funcionamiento, dejó sin freno a la rueda derecha.

 

Visitando a un familiar convaleciente

 

Cuando un avión sufre algún tipo de falla, el piloto se preocupa como si se tratara de un hijo enfermo, existiendo un instinto paternal hacia la máquina. Sin que nadie lo note, va siguiendo la evolución o cura, visitándolo periódicamente, concurriendo al hangar donde se encuentra, edificación que se disfraza de hospital para aviones, donde unos mecánicos altamente capacitados se convierten en los “médicos” que curarán sus heridas hasta la llegada del alta definitiva.

El C-709 fue sometido a un proceso completo de revisión en el Grupo Técnico 4, que chequeó detenidamente el esfuerzo sufrido por el tren de aterrizaje y testeó cada componente del sistema de frenado.

Si la memoria no me traiciona, se radiografiaron ambas patas del tren sin encontrar fisura alguna. El sistema de frenado fue reemplazado íntegramente y, por supuesto,  ambas ruedas completas fueron sustituidas.

Una vez en servicio, este noble avión continuó feliz sus últimos tiempos de vuelo en el Escuadrón 55.

 

Salir ileso se festeja

 

Como podrán imaginar, un episodio de estas características termina de la mejor manera. Todo el personal del grupo aéreo disfrutó de un asado  con una carnecita tirada a la parrilla y, para beber, algo típico de Mendoza, que les dejo como adivinanza…

Un hecho que pudo ser terrible, terminó en un evento muy agradable y memorable, lo que habla bien de la magia que surge de nuestras viejas y sabias tradiciones, las que nos alimentan permanentemente el alma, e incrementan la fuerza para seguir adelante del más conocido y bien llamado: “espíritu aeronáutico”.

 

NO HAY QUIEN PUEDA

 

 
 
 

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